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Un cuento para tus hijos

Por Dona Wiseman

 

EL ÁRBOL DEL ARCOIRIS

En el castillo que se encontraba en la orilla del bosque vivía un grupo extraño, ya que se componía de personajes muy distintos entre sí.  El escarabajo a veces se escondía de los demás en una rendija que había entre las tablas de la mesa de la cocina.  Era el más tímido del grupo.  El cisne negro y el ave fénix no se escondían.  Solo que el ave fénix de vez en vez desaparecía un par de días.  Las aves fénix suelen hacer eso.

El castillo se encontraba en un reino que no era como otros reinos.  El sol brillaba de noche.  Bueno, no brillaba mucho, pero estaba tenuemente presente y no desaparecía del todo como en otros reinos.  Los atardeceres veían como el sol, en vez de hundirse tras el horizonte, se iba palideciendo poco a poco para terminar como cuando lo cubre la neblina en esos días de invierno que todos conocemos.

Una parvada de pájaros negros que viajaban de un reino a otro iba llegando al castillo.  Iban en fila, marchando de uno a uno.  El alado que encabezaba la marcha llevaba una bandera blanca que indicaba que llegaban en son de paz.  Venían de lejos en busca del árbol del arcoíris, del cual brotaban los arcoíris que se desprendían de uno a uno después de cada tormenta.

El cisne negro los recibió en la entrada al castillo.  El ejército de un lado del foso y el cisne en la puerta enorme del castillo.  El ave fénix estaba recién convertido en un montoncito de ceniza que se encontraba en una canasta que usaban justo para recolectar esas cenizas.  No volvería en un par de días.  El escarabajo, caminaba lentamente desde la cocina para acompañar al cisne a recibir a los visitantes.  Hubiera preferido esconderse en la rendija de la mesa, pero no estaba el fénix y el cisne se quedaría solo.

Al terminar de cruzar el puente levadizo, los pájaros, de uno por uno, iban cruzando una línea dibujada claramente en el empedrado de la entrada del castillo.  La línea estaba dibujada en gis blanco.  Era ancha y clara.  Seguramente los habitantes del castillo tenían que redibujarla con frecuencia, cuando menos después de cada lluvia y después de que algún ejercito completo, como éste de los pájaros negros, pasaba por ella.

Entró el ejército al castillo, guiados por el cisne y el escarabajo.  Los anfitriones los condujeron a la cocina donde sirvieron alpiste, frutas, y agua en bandejas extendidas.  Cuando habían descansado, informaron al cisne y al escarabajo de su misión: encontrar el mítico árbol del arcoíris.  El cisne y el escarabajo se miraron y sonrieron.  Sus huéspedes habían llegado al lugar correcto.  Ellos eran los guardianes del árbol y siempre habían estado dispuestos a compartir su tesoro con todo aquél que llegara en paz.

El cisne y el escarabajo condujeron al comité de emplumados hacia unas escaleras que descendían a las mazmorras del castillo.  Bajaron, pasando por varios niveles.  En cada nivel las escaleras se volvieron más angostas y se requerían más antorchas para iluminar el espacio.

Por fin llegaron al fondo.  El suelo era tierra y piedra y salían de lugares más profundos unas raíces enormes, gruesas.  Parecían eternas.  Raíces así no se dan de la noche a la mañana.  A pesar de estar en las profundidades del castillo, brillaban luces extrañas.  Al observar más de cerca, los pájaros se dieron cuenta que las luces, separadas en sus siete colores, emanaban de cada raíz de que estaba en este lugar.  ¡Arcoíris!

Los guardianes del lugar y del árbol contaron la historia.  Este castillo había sido construido para custodiar este árbol y el cisne, el fénix (ausente en este momento) y el escarabajo habían recibido su cargo de parte de los guardianes anteriores, tres búhos inmensamente sabios que se encontraban ahora descansando en tumbas que estaban talladas en los muros de esta mazmorra.  Efectivamente, los pájaros podían ver las gavetas al fondo de la cámara en que estaban.  Las tumbas de los anteriores guardianes.

Volvieron lentamente a subir hasta la superficie, pasando por todas las mazmorras del castillo y llegando a la entrada.  El cisne y el escarabajo los guiaron hacía una salida distinta.  Llegaron a un bello patio lleno de flores, enredaderas, hierbas exóticas, árboles frutales, y en medio,  el árbol del arcoíris.  En el momento preciso se nubló el cielo y cayó una lluvia suave y persistente.  Al mojarse las hojas del árbol del arcoíris, de cada una brotó un diminuto arcoíris.  El cisne y el escarabajo enseñaron a los pájaros negros a cosechar los arcoíris, cuidadosamente y con delicadeza, tomando el extremo que salía de la hoja, donde la luz aún no se dividía en siete rayos.  Indicaron a sus huéspedes cómo guardar los pequeños arcoíris en bolsas de seda.  Cada bolsa brillaba y podía iluminar un cuarto entero.

Antes de partir, los pájaros negros les entregaron a sus anfitriones los regalos que habían traído: canicas de colores, cuentas brillantes, pedazos de vidrio de mar, conchas, dijes de oro y plata, trozos de cerámica.  Esas cosas que los pájaros negros coleccionan en su diario andar.

Así, entre reverencias efusivas y la sensación de una misión satisfactoriamente cumplida, los emplumados se despidieron de sus anfitriones y tomaron el camino hacia el siguiente reino que visitarían, al otro lado de las montañas tormentosas.

Dona Wiseman: Psicoterapeuta, poeta, traductora y actriz. Maestra de inglés por casualidad del destino. Poeta como resultado del proceso personal que libera al ser. Madre de 4, abuela de 5. La vida sigue.
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