Por Griselda Suárez
Dicen que somos la suma de las vivencias de nuestros antepasados, y cada año, al llegar el Día de Muertos, entiendo mejor lo que eso significa.
Todos llevamos dentro algo de quienes vinieron antes: su fuerza, su fe, su amor y hasta sus sueños inconclusos.
No sé si les ha pasado que tienen una habilidad y no saben de dónde viene. Que nunca la estudiaron, pero que simplemente está ahí, natural, como un regalo invisible.
En mi caso, me sucede con el don de hablar en público. Desde joven descubrí que me resulta fácil conectar con las personas, ya sea frente a un grupo, en una clase o en una conferencia. Las palabras fluyen y las ideas se acomodan solas, como si alguien las guiara.
Mi formación es en Recursos Humanos, y aunque comencé en distintos ámbitos, pronto me encontré en el mundo del desarrollo organizacional, dando cursos, motivando equipos y —sin planearlo— hablando con el corazón.
Con el tiempo comprendí que esa habilidad también me ayuda a conectar con mis clientes. Escucharlos, entenderlos y traducir sus necesidades en soluciones reales es una forma más de comunicación, una que no solo usa la voz, sino también la empatía.
Mis padres tienen muchos dones, pero no este. Así que suelo pensar que lo heredé de algún antepasado al que no conocí, alguien que tal vez también amó las palabras, que supo inspirar, enseñar o acompañar.
Hoy, en este Día de Muertos, quiero agradecerles. Gracias por lo que me dejaron, por la valentía, por la intuición, por ese don que me permite conectar con los demás y con mi propósito.
Y si desde el cielo me escuchan, les pido que me sigan echando porras, porque las necesito.
Aún hay sueños por cumplir y caminos por abrir. Gracias por darme esta voz que no solo habla, sino que también abraza. Porque aunque ya no estén, sé que cada vez que hablo, ustedes me acompañan.