SER MADRE ES…

Por Elena Hernández

Ser madre es… una putiza. La que diga que es maravillosa miel sobre hojuelas ¡miente con todos los dientes!, diría mi abuela. Desde el momento que te enteras, hay una carga de responsabilidad que te acorrala a comer más sano, a bajarle al cigarro, al alcohol, al ajetreo diario, a ser más fitness, caminar diariamente o casi, porque “hay que tener condición para parir”, y que no te falte el hierro y el ácido fólico y cualquier vitamina que garantice que el güerco llegue con sus deditos completos y con suerte, menos pendejo que uno. Y que si esto y que si lo otro, que el llaverito con el amuleto, con la llave de cobre por si se eclipsa y el segurito y San Benito y el molcajete. Y cuanta chingadera que te digan, no vaya a ser, te la cuelgas. Porque no queremos nunca ser responsables de cualquier desgracia que les pase, o mejor dicho… porque seremos siempre las culpables de todo lo que en su destino (bueno o malo) les venga provisto. Desde ahí. Desde sabernos preñadas, ya sentimos esa carga enorme.

Luego todo el embarazo, lo que comes y no comes, lo que haces y no haces. Luego el parto, que si en casa, que si natural, que si cesárea programada, que si con anestesia o sin ella, pero en todo, absolutamente pinches todo alguien tiene algo que decir y opinar y refutar ¡Cállense el hocico! Abrácenme, tráiganme una nieve y un agua mineral con hielos, es todo lo que necesito. Unos oídos enormes en los que pueda quejarme amargamente de esta panza gigante, de las estrías, de las hormonas, de mi lívido insaciable, del humor de la chingada, del cansancio, del mal dormir, de las agruras interminables, de esa pesadez que ¡ya quiero que salga!

Y se llega el día y ya sea la cirugía programada con sus pros y sus contras, o un largo camino de labor de parto, o si tienes suerte (maldita suertuda) que en 4 horas “te alivias” y de pronto todo aquello de lo que me quejaba desaparece por arte de magia, si no fuera por la gente cercana que sufrió los estragos conmigo, y cada que pueden se lo recuerdan a una, sería un eco casi imperceptible. Pero el crío ya está en mis brazos y llora, pide la chiche, o chichi, o teta, como le quieras llamar.  El caso es que vive como lapa pegada a nosotras, y te conviertes en un zombi. Dedicada en cuerpo y alma a alimentar a una criatura que ni siquiera te enfoca, no sabe como es tu cara, no conoce el mundo, depende de ti, de tu buena y plena disposición de amamantarlo o alimentarlo, cambiarle su pañal, cargarlo, mimarlo, cantarle y así como una pendeja, dedicada a él o ella las 24 horas del día… ¡si veinticuatro horas!… aunque usted no lo crea.

Y luego pasan los meses y empieza a rodar, y tiene la madre que estar vigilante como halcón para que no se caiga de la cama y se parta la cabeza, y siguen creciendo y empiezan a gatear y a levantarse donde sea y sostenerse de cualquier mueble que puedan, y la hermosa decoración del hogar desaparece porque todo es un peligro potencial, pero sufran ustedes que seguro tienen miles de adornos sin sentido, en cambio, mi casa minimalista, no sufrió mucho cambio ¡juar! Y la ablactación, que si ya le diste esto y lo otro. Y bueno, el trayecto es eterno, las madres nunca dejaremos de estar al pendiente, sintiéndonos responsables o culpables de cada cosa que suceda, viene el preescolar y las primeras interacciones conscientes con otros entes semejantes a ellos que tienen mundos diferentes a nosotros, y que nos causa conflicto como el amigo que come sólo pan con Nutella y salchicha con galletas saladas y sigue vivo. Entones nuestra teoría de los vegetales y las espinacas de Popeye se viene abajo.

Luego de un día para otro ya no les gusta el aguacate, o las aceitunas, o el atún, o el chocolate, o cualquier cosa que en sus pequeñas mentes se mete como un cybervirus que desprograma todo. Y allá va una a practicar el yoga, la meditación o el alcoholismo y cosas peores, y todo lo que tengamos al alcance para ampliar nuestra paciencia. Y de pronto las etapas de preadolescencia. Esas en las que no se saben limpiar bien la cola, ni los mocos, y ya te azotan la puerta. Te contestan, refutan todo lo que dices, cuestionan y lo peor de todo es que la mayoría de las veces esos mocosos y mocosas tienen razón ¡plop!

De veras que es bien cansado ser madre. Dijo la mía… ¡no son enchiladas! Aunque les confieso que a estas alturas me ha resultado más fácil hacer hijos que enchiladas. Pero entiendo la idea. El caso es que para ser madre hay se ser bien rifada, estar atenta siempre, tener capacidad para lidiar con otras miles de cosas a la vez como el marido o el novio (o ambos), que por lo general son bastante demandantes, por no decir jodones, y luego cuente usted el número de hijos, y la casa, la ropa, los trastes, la comida, la escuela, las tareas, el trabajo de oficina (mis respetos para las mujeres que además tienen ese horario y tareas fuera de casa) y que aparte hay que estar uno bien vestida y sonriente, y flaca, no olvidemos esta parte. No pinches mamen. Y que el 10 de mayo no es suficiente, es una bazofia, es un absurdo, que nada nos regresa el esfuerzo, el desgaste, la dedicación.

Que, si hay que celebrar a las madres, eso, es tarea de todos los pinches días. Pero que, si eres una madre como yo, que no necesita recompensa, que, si se acuerdan o no, si te compensan o no, si te regalan o no, no importa, mientras ellos (los hijes) caminen seguros, alegres, felices y plenos, mientras no hagan pendejadas, ya está uno del otro lado, dando gracias y con eso yo me quedo satisfecha y descanso contenta y en paz.

Elena Hernandez

Nací un soleado día de abril, hace casi 36 años, la mayor de una familia que parece común pero no lo es tanto, llena de personajes interesantes como seguro cada familia tiene los suyos. Arquitecta de profesión, madre de corazón y soñadora por convicción. Hoy dejo la puerta entreabierta para que te asomes un poco a mi mundo, mis vivencias, mis alegrías, mis penas, y descubras conmigo este pedacito de mí antes de que se esfume con el viento.

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