La doble cara de la muerte. Cuentos de mi infancia en Saltillo.
Por Liliana Contreras Reyes
Entre risas, debates y pleitos de un pseudo-círculo de lectura, escuché por primera vez algunas de las historias que forman parte del libro La doble cara de la muerte, escrito por Marino González Ruiz. Siendo sincera (o siendo honesta, como él repite en cada charla), verlas escritas me hace sentir, además de involucrada, muy feliz y orgullosa.
El libro consta de ocho historias, que nos invitan a dar un paseo por las calles del centro de Saltillo. Un Saltillo de hace más de veinte años, repleto de gruesas paredes de adobe, techos de madera y calles empedradas. Esas casas que, con solo pasar frente a sus puertas, nos generan un escalofrío por el viento helado que nos quiere narrar historias de miedo, de sus antiguos habitantes o de cómo escondían sus restos y tesoros en las paredes.
Algo que captó mi atención del libro, es que los cuentos tienen un matiz melancólico. Son narrados desde la perspectiva de un adulto que, en su niñez, contaba con una gran sensibilidad hacia su ambiente familiar. Porque, ¿qué niño se cuestiona sobre el significado de las palabras y de su pragmática? ¿Qué niño se preocupa (y no se ríe) de la forma en que lo llaman o apodan los adultos? ¿Qué niño lee los gestos de los demás y los interpreta para comprender su comportamiento? ¿Qué niño teme a la muerte y no la percibe como un acto temporal que puede revertirse?
Imagino el nacimiento de cada narración en una de esas casas que describía antes. Una habitación fría, con paredes de adobe húmedas, techo alto de vigas de madera, con algunos artículos de cocina pendiendo sobre dos personas que hablaban sin importar la diferencia de edades, tomando café de olla en una taza de barro, en un espacio en que abuelo y nieto lo compartían todo, excepto lo más importante: el poder expresar abiertamente los sentimientos de uno hacia el otro, que se escondían detrás de la preocupación por una mordedura de rata, detrás del abrirle los ojos ante la realidad familiar, detrás de un plato bien servido o del llevarlo consigo a todas partes.
Leo a los personajes y es sencillo reconocer cómo las cosas han cambiado con el tiempo, los temas a los que, cada generación, da importancia, como el hecho de ser un hijo natural, las premoniciones de la muerte, la importancia del honor a la familia o a uno mismo, el valor de un apellido, el reconocimiento de la mujer como persona, la importancia de que un padre “vea” a su hijo y hasta el pensamiento mágico que, aunque poco, llega hasta nuestros días.
De igual forma, leo a los personajes y reconozco al autor. Tengo la fortuna de conocerlo. Y me preguntaría qué tanto de lo que escribe es un recuerdo y qué tanto es una interpretación, porque como escritor, uno percibe los hechos de la realidad y les va dando un sentido poético, los va repitiendo en la mente, mientras cuenta las sílabas o identifica las rimas y las cacofonías, mientras va narrando, como para sí mismo, cómo son o deberían ser las cosas, dotándolas de sentido personal, dándoles un significado único y revelador.
En este contexto el abuelo decidió no llamar a ese niño por su nombre. No por él, sino por lo que representaba. Al no nombrarlo, podía evitar la confrontación de emociones hacia su propia hija. Sin embargo, y a diferencia de la frase que dice “quien conoce los nombres, conoce las cosas”, este hombre depositó en su nieto (un nieto rebautizado con el nombre de Benito) todo su ser y su esperanza. Le hereda, no solo una casa, sino lo que para él era más valioso: sus experiencias, aprendizajes e historias.
Lo que el abuelo no sabía (o quizá sí) es que estaba rebautizando a un futuro escritor, que no solo revelaría sus secretos, sino que, además, le permitiría trascender en su pueblo amado. Creo que acertó y este libro hace honor a su vida y esperanzas.
Yareli moreno
Me gustaría saber, ¿Donde lo puedo conseguir?