Por Liliana Contreras Reyes
Terminó el año. Durante el 2022, compartí, a través de NES, una columna de largo aliento que titulé “La mujer fabulada”. Ha sido el tema al que he recurrido desde el 2010 hasta hoy. Traté de reseñar los libros más significativos que leí, ya sea por el tema, por la autora o autor, por haber llegado a mi vida en un momento crucial [Lean El invencible verano de Liliana, La teoría de King Kong y La carne, por lo menos].
Escribo hoy, primero de enero, porque me despido nuevamente de esta columna. Siendo sincera, no sé si temporal o definitivamente. NES me ha permitido compartir mis alegrías, mis penas, mis proyectos y desilusiones por más de 6 años. Celebramos su aniversario con un bonito libro que resume, muy apretadamente, quiénes somos las que estamos detrás de cada columna, las que intentamos dar la cara poniéndole voz a las muchas de las cosas que nos aquejan a las mujeres, siendo mamás, empleadas, emprendedoras, amigas, hermanas, hijas, médicas, ingenieras, administradoras, niñas. No es fácil hacerlo, soy lo que soy, al menos en tentativa, y al escribirlo quedo expuesta.
Sin embargo, el año que se fue me ha llevado a experimentar los límites que nunca creí tocar: estrés, decepción, insomnio, sentimiento de “incompletud”, falta de motivación y, casi, desaliento. Creo que no es malo. No estoy acostumbrada, simplemente. Ha sido un año sinuoso, descalabrado, empedrado y, yo, descalza.
Me ha llevado a recordarme con diez años menos, con toda la esperanza a flor de piel, con planes sin fin, con frases inacabables que me hacían sacar energía de quién sabe dónde. Pongo un ejemplo: cuando estaba con el proyecto de Kua’nu, mi consultorio, hacer doce o trece años, andaba buscando una casa para comprarla y empezar ahí. Quería que fuera un lugar propio, porque mi experiencia en centros parecidos me enseñó que “quebraban” por el pago de la renta. Así, me dije: si no funciona, al menos inviertes en una casa. Mi hermano, supongo que tratando de ponerme los pies en la tierra, me dijo un día:
-¿Y si no funciona?
-Tiene que funcionar -le respondí.
-Por eso, pero, ¿si no funciona? -me insistía.
-No hay opción, tiene que funcionar -insistía (o terqueaba) más.
Pensaba y sigo pensando que la base de todo es insistir, sobre todo al hacer lo que uno ama. Yo amo mi trabajo. Lo amo tanto que he estado en aprietos muchas veces, a punto del divorcio, perdiendo amistades, recibiendo quejas, despidiendo maestras o terapeutas a las que no las veo haciendo las cosas de corazón, dejando la escritura de lado por un año completo, dejando mi casa sin muebles, un año sin televisión, invirtiéndolo todo para ver crecer una idea. Y cuando digo todo, es TODO.
Hoy, sé que funcionó. Sabía que tenía que funcionar y sigue siendo el mayor de mis proyectos, sigue siendo una máquina en continua corrección. Fue una pequeña e insignificante bola de nieve que lancé y que ha crecido al grado de absorberme por completo.
Hoy, lo que no sé es si respondería igual. Si diría: “tiene que funcionar, no hay otra opción”, con la misma seguridad. No sé si tendré la energía para volver a empezar. Ése es el estrago del 2022. Incertidumbre. Duda. Miedo.
Pero lo hice. Volví a empezar en el 2019 y estoy a punto de hacerlo nuevamente, con un proyecto alterno. Volver al cero. Volver a aprender sobre la marcha. Volver a dejar cosas y planes de lado. Volver al principio, con la diferencia de que siento miedo, no tanto de fracasar, sino un miedo tremendo a perder las ganas.
Después de reflexionar y repensar las cosas por varios meses, descubrí que la base de todas esas emociones, la base de mi incertidumbre, es que fijé muy altas expectativas en otras personas. En lugar de mirar hacia adentro, dediqué demasiado tiempo mirando hacia afuera. Una cosa es lo que uno es, lo que uno se sabe capaz de hacer, lo que uno ES capaz de hacer, los sacrificios que está dispuesto a librar, el tiempo que decide dedicar, la importancia que le da a valores que para otros son irrelevantes y hablo del compromiso, de la responsabilidad, de la fe, de la bondad, de la dedicación. Otra cosa, es que otra persona puede estar en sintonía con todo eso. No fue así.
El error del 2022 fue centrarme en esperar demasiado de otros, en lugar de voltear y ver todo lo que sí tengo al lado. Porque soy afortunada. Hay personas que vibran con las mismas sinfonías que yo, que se les eriza la piel con las mismas escenas de películas que yo, que disfrutan las mismas series o libros, las que “me leen la mente”, las que me conocen. Hay personas a las que no tengo que buscar, sino que están. Personas que, sin decirlo, me acompañan y me esperan. Demasiado. Esperan a que mis emociones se calmen o a que llegue o a que termine o haga algo diferente. Personas que me dan aliento, que me siguen el rollo o que, simplemente, escuchan ideas descabelladas y fuera de lugar. Personas que esperan a que los planes se cumplan. Quienes me escuchan cuando pienso en voz alta, cuando ni siquiera tengo claro lo que quiero hacer o decir. Personas que solo ven, que se sientan a mi lado, que me preguntan si ya comí o qué haces despierta a esta hora. Soy difícil de seguir. Soy cansada. Aburrida. A quienes han estado ahí, les doy las gracias de corazón.
El 2022 estuvo a punto de mandarme a sentar. Es por eso que voy a tocar nuevas puertas, a tirar de ellas hasta abrirlas, a quebrar ventanas y, no sé, tal vez, rayar alguna pared. Solo créanme que, si lo hago, seguro encontrarán un paisaje.