Muerte y libertad

Por Clara F. Zapata Tarrés

Mi mamá falleció repentinamente. Tuve que viajar hasta el día siguiente porque murió en la noche. Imaginé un encuentro muy distinto a lo que fue. Pensé que iba a llegar a mi casa de la infancia y la encontraría acostada en su cama, en calma y que me iba a poner al lado de ella, tomando su pequeña y fría mano con uñas pintadas de rojo.

Creí que iba a poder acariciarle la cara y memorizar por última vez sus ojos grandes, su lunar cerca de la boca, las arrugas de su frente, su boca chiquita; que iba a ponerle unas medias con figuras para calentar sus pies que siempre estaban morados de tan fríos; y que le iba a poner unos tacones, los más altos, para que su alma se acordara cuánto disfrutaba de su propia sensualidad. Pensé que iba a poder vestirla y ponerle su pañoleta. Me iba incluso a tomar una siesta, como lo hacíamos cada vez que iba a visitarla; mano con mano entrelazada, escuchando su lenta respiración.

Creí también que iba a poder tomarle fotos en los rincones de su cuarto, así, naturalmente quieta. Y que iba a retratarme con ella en blanco y negro, como cuando hacía mis cursos de foto en la universidad. Así, quizás macabramente, no quería que se me olvidara nunca este momento tan preciado que es la muerte.

Cuando llegué, ella ya estaba en una funeraria espantosa y helada. Estaba en una caja rodeada de flores, demasiadas flores de todos colores, muy bonitas. Estaba acostada, pero como la bella durmiente o como blanca nieves, más bien. La podía mirar a través de un vidrio y solo pude abrazar llorando, la enorme caja y mirar su rostro maquillado. Sus labios rojos. Era literalmente como estar en un cuento infantil, de hadas, enanos y duendes; en el bosque de Hansel y Gretel, mirándome como me iba convirtiendo en huérfana poco a poco.

Escuchaba voces, demasiadas voces. Me detenía aturdida y hablaba fuerte y demasiado. Reía exagerando junto a mis amigas y no podía navegar este río disfrutando el paisaje. No pude pensar nada. Y semanas después quería retroceder el reloj para poder mirar distinto, quedarme a dormir toda la noche junto a ella, poner los Beatles y Violeta Parra; quizás contratar a una guitarrista para que le cantara. En lugar de eso. Quedé congelada.

Mi querida hermana se encargó de todos los trámites, pero además decidió qué vestido ponerle consultándome cada elección por teléfono y se veía muy bella mi madre. Nos abrazamos mucho, estuvimos de la mano mucho tiempo y sentí mucho amor sororo en cada palabra reconfortante que salía de su boca. Mi hermana actuó como la mayor. Protegiéndome y cuidándome. El amor ha crecido desde entonces.

Llegaron miles de personas a despedirla. Muchas, muchísimas. Demasiadas. Mi papá estaba eufórico: reía, hablaba mucho y lloraba y se cansaba y volvía a reír, hablar, llorar, cansarse. Hasta que se paró para irse y de pronto sus piernas no respondieron y se sentó en el suelo a llorar profundamente. Se fue el amor de su vida.

Me sentí profundamente sola de repente. Entre el gran bullicio, los sillones rotos, las palabras que no escuchaba, las personas desconocidas que me saludaban y me abrazaban no existían. Recuerdo pocos momentos. Recuerdo cuando nos tomamos fotos con mis amigas. Recuerdo las manos de Joel siempre entre las mías. Recuerdo las miradas de mis hijas, llenas de sabiduría.

Pasó el tiempo. Llegó el momento de la verdadera despedida del cuerpo. Exigí, entrar. Entrar ahí, a un cuarto en dónde sólo cabían 4 personas. Un señor que parecía atender su panadería nos recibió cálidamente en su horno. Hacía calor. Imaginé que mi mamá se convertiría en pan, en un bolillo esponjoso, suave y crujiente a la vez, con bastante miga. Y ahí sí. Solo estábamos, el señor, mi papá y mi hermana.

Recordé que mi amiga Vanesa me había regalado un escrito precioso y pensé que sería el momento perfecto para recitarlo y agregarle de mi cosecha. Fue un momento hermosísimo. Miré y recorrí cada recoveco de su cara. Me aprendí sus arrugas de la boca, pude ahora sí tocar sus cachetes, sus ojos, su cuello y llegué a sus manos que siempre han sido importantes para mí. Le dije adiós. El señor del horno fue terriblemente respetuoso. Estaba preparado para su tarea. Poco a poco se fue deslizando su cuerpo hacia el calor y partió.

 Y así fue. Hoy me acuerdo de su voz, de cómo hacía su cama, de las canciones que cantaba en la regadera todas las mañanas, todas. Me acuerdo de nuestras pláticas, del café del té, de la confianza que me tenía, de la manera en que ella me podía ver como su igual, como su amiga, como su confidente. Me quedaron muchas preguntas que de pronto surgen inesperadas, me quedan preguntas sin respuesta. Cada vez que quiero algún rumbo, pienso en ella y justo recuerdo que ya no está, que ya no puedo escucharla ni conversar. Siento coraje, pero se me pasa. Lo asumo.

Ya no está, ya no está, ya no está. Punto.

Toda esta reflexión y puesta en palabras tan literales de cada uno de esos momentos de ese día, me ha servido a mi pero también a mi familia. Hemos hablado mucho sobre la muerte en estos dos años. Decidimos comprar un cuaderno y ahí plasmar nuestros deseos. Así, el día que cualquiera de los 4 miembros de esta familia pequeña muera, sabremos qué hacer y no se nos olvidará. Mi mamá no me dijo cómo quería que fuera ese día. O por lo menos, no lo recuerdo. Por eso, queremos que quede escrito, que sirva como ritual de paso, como tránsito pacífico, como caminar descalza sobre la arena o recibir la espuma de las olas del mar.

Me doy cuenta de que ahora sí ya no me estoy sintiendo sola por la simple razón de compartirlo, de ponerle palabras al miedo. Ya compré el cuaderno y hoy comencé a escribir lo que quiero para el día de mi propia muerte. Este ritual ya ha comenzado. Y sé que es muy complejo y difícil quizás, pero estoy segura de que a la larga se recordará como un acto totalmente amoroso.

¿Has hecho algo parecido? ¿Cómo has replanteado tus duelos? Platícanos…

Clara Zapata

Soy Clara, etnóloga chilena-mexicana. Tengo dos hermosas hijas, Rebeca y María José, con Joel, mi regiomontano amado. La libertad y la justicia son mi motor. Creo plenamente en que la maternidad a través de la lactancia puede crear un mundo más pacífico y equitativo y por eso acompaño a familias que han decidido amamantar. Amo la escritura, la cultura y la educación.

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