Reaprender, ¿duele?

Por Liliana Contreras Reyes

Desde el 2002, trabajo con niños con trastornos del neurodesarrollo. La mitad de mi vida la he dedicado a estudiar y aprender del tema, en un área en particular: la neuropsicología. Aunque en aquellos años no había muchas opciones en la ciudad y el acceso a Internet (para mí) era más bien limitado, fui encontrando cómo aprender del área. Un curso en Monterrey, copias de las copias que alguien me prestó (y que aún tengo guardadas, aunque están añejas), mudarme a vivir a otra ciudad y, ante todo, aprender sobre la marcha.

En pocas palabras, la neuropsicología relaciona el funcionamiento del cerebro con la conducta y fue esto lo que me hizo sentirme identificada. La conducta permite observar, de forma tangible, si alguien aprende o no. ¿Lo hace? Palomita. ¿No lo hace? Busca la estrategia para que lo aprenda.

Platicando con un amigo, una vez nos preguntamos si aprender dolía. Yo pensé que sí, aunque no sabía exactamente a qué me refería. En aquel momento, pensaba que aprender implicaba cambiar. No somos los mismos antes que después de aprender algo y, por lo tanto, aprender implicaba renuncias continuas.

Gran parte de mi trabajo se centra en dos conceptos: la estimulación cognitiva, que asume que, a través de lo que ocurre en el ambiente, se crean nuevas conexiones nerviosas. Es una idea tan hermosa porque implícitamente nos dice que nunca dejamos de aprender. Recuerdo que cuando todavía estaba en la universidad era descabellado pensar (e incluso preguntarle a ciertos docentes) que la capacidad intelectual puede modificarse con el tiempo y el aprendizaje. El segundo concepto es la plasticidad cerebral, una idea todavía más que bonita, porque significa que nuestro cerebro, ese órgano sorprendente, es como una plastilina que, gracias a la estimulación es capaz de modificarse. Cito textualmente. La plasticidad cerebral implica:

un amplio rango de respuestas que el organismo pone en marcha para adaptarse a los requerimientos de su entorno (…) cambios que tienen lugar en el funcionamiento cerebral cuando intervenimos para introducir modificaciones en ese funcionamiento” (Muñoz, J. & Tirapú, J., 2001).

Díganme que no se emocionan como yo al saber que el cerebro tiene estas cualidades.

Bueno, pues en este último mes he aprendido en carne propia dos cosas: aprender duele y la plasticidad cerebral es una gran oportunidad que nuestro cuerpo nos ofrece para ser uno mismo o para ser una mejor persona.

Ya escribí antes que mi cuerpo falló. A mis 38 años jamás había experimentado el grado de dependencia y miedo como en los días que van del 27 de febrero hasta hoy (y lo que falta). Después de varios estudios médicos, entre los que pasé por un análisis de sangre, de orina, un TAC (tomografía axial computarizada) con y sin contraste, revisión del oído, ejercicios básicos de movimientos oculares, audiometría, estudio del oído interno (exploración del sistema vestibular), electronistagmografía, prueba calórica y prueba rotatoria. Aparte, más de una semana (entre un tratamiento y la espera del resultado) con insomnio. Insomnio del bueno, de dormir una hora y estar trabajando en la computadora como si fueran las 2 de la tarde y, luego, de repente, un cansancio atroz.

¿El diagnóstico? neuronitis vestibular izquierda. En pocas palabras, una lesión en el oído interno, lo más probable es que fuera ocasionada por un virus (comúnmente herpes), que dejó una pequeña lesión ahí dentro.

¿El tratamiento? Terapia vestibular. Aunque me dieron tres medicamentos (después de haber probado con otros seis, mientras tenía el diagnóstico preciso), solo podré volver a caminar, manejar y tener mi vida normal en la medida que mi cerebro logre “compensar” esa habilidad perdida, la del equilibrio. Mi oído izquierdo está funcionando mal y el derecho, el sano, ocasiona el mareo en un intento por devolver el equilibrio a mi cuerpo. Mientras que el doctor me iba explicando, entendía a la perfección. Hacer los ejercicios de la terapia dependía solo de mí. Entre más me moviera, más pronto mi cerebro podría hacer uso de esa plasticidad y de esas nuevas conexiones para compensar la diferencia entre el área derecha y la izquierda. ¿Empezar a sentirme mejor sin medicamento? Hasta treinta días (¡TREINTA!) después de hacer mi terapia. Y eso a ver si…

Llegué a mi casa con una USB que contiene los videos que me devolverían la normalidad. Son cuatro actividades diferentes, dos minutos cada una. Dieciséis minutos al día. ¡Pan comido! Igual como yo le diría a cualquier papá: entre más actividades estructuradas tenga el niño al día, veremos resultados más pronto. Es decir, dos o tres sesiones de dieciséis minutos al día (además, estando en cuarentena como estamos) resultaba muy sencillo.

Primer día. Dieciséis minutos después de iniciar mi terapia: dolor de cabeza agudo, náuseas, aletargamiento, depresión.

Segundo día. Miedo. Dividí la terapia en dos partes. Ocho minutos después: dolor de cabeza, más miedo, aletargamiento.

Tercer día. Dieciséis minutos después de iniciar mi terapia: dolor de cabeza agudo, náuseas, aletargamiento, depresión.

Cuarto día. Dieciséis minutos después de iniciar mi terapia: dolor de cabeza agudo, náuseas, vómito, llanto. Jamás había sentido un dolor tan intenso (incluso después de dos cesáreas) que me hizo llorar e irme a dormir en una habitación completamente a oscuras.

Quinto día. Posponer la terapia hasta antes de dormir.

Me he sentido mejor, es lo bueno de todo esto. Sé que dejando los medicamentos puede volver el malestar. Mi cerebro está funcionando más que nunca. Se está esforzando por compensar las habilidades ausentes. Intenta devolverme a la Liliana que era el 26 de febrero. Mejor dicho, intenta devolverme a una mejor Liliana.

Aprender duele.

Físicamente duele.

Emocionalmente duele.

Estos días en cama y en casa, estar tan limitada, me permite aprender y ser empática con los cientos de niños con los que he trabajado. Ya puedo leer sus llantos y rabietas. Y más cuando no pueden hablar.

¿La buena noticia (para mí)? Es que soy “joven”; no tengo ninguna otra enfermedad; tengo dos hijos pequeños y un trabajo que me encanta, que me obligan a moverme no solo en horizontal y vertical, sino en diagonal, en espiral, rodar, subir, bajar, cargar; no subestimaré la indicación de que el paciente vaya a hacerse tal o cual estudio médico; en definitiva, no seré la misma antes y después de estos días en casa; he comprobado dos conceptos que teóricamente me encantan, la estimulación cognitiva y la plasticidad cerebral.

Olviden el coronavirus, yo estaría aquí de cualquier forma, ejercitando mi cerebro, porque es lo más preciado que tengo. Ahora, a hacer mis ejercicios y… ¿a dormir?. Miedo, náuseas, insomnio.

Liliana Contreras

Psicóloga y Licenciada en letras españolas. Cuenta con un Máster en Neuropsicología y una Maestría en Planeación. Se dedica a la atención de niños con trastornos del desarrollo. Fundó el centro Kua’nu en 2012 y la Comunidad Educativa Alebrije en 2019. Ha publicado en la revista La Humildad Premiada, Historias de Entretén y Miento, La Gazeta de Saltillo, en los periódicos Vanguardia y Zócalo de Saltillo. Colaboró en el libro Cartografía a dos voces. Antología de poesía (Biblioteca Pape & IMC, 2017) y en el Recetario para mamá. Manual de estimulación en casa (Matatena, 2017). Publicó el libro Las aventuras del cuaderno rojo (IMCS, 2019), Brainstorm. Manual de intervención neuropsicológica infantil (Kuanu, 2019), Abuelas, madres, hijas (U. A. de C., 2022), Un viaje por cielo, mar y tierra. Aprender a leer y escribir en un viaje por México (Kuanu, 2022) y, actualmente, escribe para la revista NES, en la edición impresa y digital.

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