La transformación del miedo

Por Clara Zapata Tarrés

El miedo a enfermarme me trajo otros miedos… Miedo a salir, miedo a abrazar, miedo o incertidumbre al tener contacto. Pero también miedo a hacer algunas o todas las cosas… Me adapto rápidamente, pero me parece que en lo que me adapto ya cambió otra cosa y entonces se tiene que hacer muy rápido. Ese es otro asunto que me ha costado mucho trabajo.

Después de 2 años creo que apenas estoy recuperando la fuerza, la valentía y la autonomía que según mi autopercepción, eran unas de las características de mi caminar desde niña…

Es como volver a empezar…

Imagino que es parecido a cuando naces y sales a un mundo que nunca habías mirado. Abres los ojos, y ves a tu madre. Vas arrastrándote por una panza que huele a conocido, hasta que llegas al pecho y empiezas a succionar tocando, oliendo, sintiendo el abrazo cálido, escuchando algunas palabras renombradas y mirando de nuevo, los ojos de quién te guardó y protegió 9 meses. Qué alivio debe haberse sentido…. La diferencia es que hoy más bien me siento como cuando te dejan en los cuneros, mirando al techo que está lleno de luces que deslumbran, con voces desconocidas, con manos que te bañan y te envuelven de taquito. Sí, así, de taquito, sin poder moverte.

Y sin ninguna duda, todas reaccionamos de muy distintas maneras que también nos afectan positiva o negativamente. Algunas salimos desde el principio porque así tenía que ser, había que trabajar fuera de casa. Otras nos quedamos trabajando desde casa, con la inseguridad pero la confianza de que era improbable contagiarnos. Ahí sí, disfrutamos de algo inimaginable y que nos sacó de base. Pudimos Estar con mayúsculas con nuestros hijos y nuestras hijas, con nuestros bebés amamantados, regalándonos y regalándoles la sorpresa de estar pegaditos sin tener que preocuparnos por unos meses de la locura que significa hacer un banco de leche, extraer estructuradamente, despedirnos sin ganas y negociar constantemente con empleadores que no siempre entienden el compromiso que tenemos con nuestra lactancia.

Así pasaron meses, hasta que se cumplió el año y ya era hora de volver a una “normalidad”. Algunas lo tomamos a la ligera, sin tantas preocupaciones y adaptándonos fácilmente. Escuchaba a mi alrededor que ponerse el cubrebocas era como ponerse el cinturón de seguridad del coche; en los grupos de facebook donde se puede averiguar todo, preguntaban ya sobre modelos de cubrebocas para fiestas, para bodas, para niñas, para niños, para respirar mejor, para sentirte guapa… Admiro a estas personas… A mi me gustan los que tienen algunos puestos de artesanos indígenas, bordados o con la bandera de México. El cubrebocas, también nos dió identidad. Y a otras, nos dio más miedo, porque ya estábamos acostumbradas al encierro. Eso me pasó…

La pregunta que me surge es precisamente cómo adaptarme, cómo ser “resiliente”, cómo intentar pensar que no mirar ni narices ni bocas tiene que ya ser parte de lo cotidiano, cómo hacer de la higiene y el lavado de manos y la limpieza esmerada algo que no implique un esfuerzo, cómo decirle a mi pareja que se lave antes de abrazarme o besarme porque tuvo un día lleno de contactos. En fin, cómo adaptarse a algo en lo que nunca has estado de acuerdo, en el que la improvisación, la libertad, la espontaneidad necesitan ponerse en reserva por… ¿Cuánto tiempo?

Ya me había adaptado a mi refugio. Ahora necesito adaptarme a mirar el sol, los árboles y los perros que pasan muy descarados, sin preocupaciones, a reconocer en la mirada algunos rostros que antes eran conocidos. Soy como un vampiro que sale a la luz…

Y se plantea la ironía, los chistes de la pandemia, lo sarcástico de la cachetada que te regresa a lo que es y no lo que pretendías imaginar.

Y a veces me preguntan que por qué estoy y decidí quedarme en este lugar… Más allá de empatizar a veces con los norteños que tenían razón cuando decían que la mirada de sur es muy distinta a la del norte, quiero afirmar que mi pueblo desértico norteño me hace sentir segura. Tiene amplios, amplísimos corredores con unas plantas llamadas maromas que recuerdan a las películas de vaqueros y que vuelan por la que me enseñaron que se llamaba estepa. Tiene una entrada hermosa, con camellones, lámparas de colores y símbolos de tierra trabajadora y obrera. Tiene palmeras playeras, tiene pinos que adornan y un viento que imagino que se lleva hasta el más mínimo bicho o bacteria. Está “Gumosa” dónde me reciben los conocidos, la güera y el papá de Lupita y me ayudan a elegir sandías de la región junto con el aroma del cilantro que me envuelve y me hace olvidar por un momento; tiene una plaza principal dónde cada jardín sirvió para que me adaptara a la maternidad solitaria mirando a mis hijas correr en los pastos, disfrutándolas, subiendo y bajando del kiosko magestuoso y garigoleado… También escuchando a los hombres de más de 60 años compartir sus chistes y sus vivencias comiendo una deliciosa “nieve de Ramos”, a la señora que se mece en el porche de su casa, con su bata-pijama y que habla de cómo era esto cuando había un viñedo y no miles de parques industriales que han absorbido toda el agua que podían para hacer crecer su emporio…

Puedo caminar, puedo estar tranquila, el tiempo pasa lento, los cielos y los atardeceres me dan valentía y fortaleza, el aire limpio me deja respirar mejor mi angustia y el llegar a mi portal, mirar mi vitral me ayudan a sentirme mejor. Con todo esto, el miedo va difuminándose para abrirme otro horizonte, que seguramente alcanzaré, lentamente, pero para resurgir y poder abrazar mi vida de nuevo.

octubre 25, 2021

Clara Zapata

Soy Clara, etnóloga chilena-mexicana. Tengo dos hermosas hijas, Rebeca y María José, con Joel, mi regiomontano amado. La libertad y la justicia son mi motor. Creo plenamente en que la maternidad a través de la lactancia puede crear un mundo más pacífico y equitativo y por eso acompaño a familias que han decidido amamantar. Amo la escritura, la cultura y la educación.

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