La ola viene llegando… (1)

Por Clara F. Zapata Tarrés

Estas palabras son muy íntimas, muy sinceras y transparentes. Uso mi historia para que quizás, alguna madre pueda tomar de ella, las enseñanzas, la sabiduría de los días… NADIE le hace caso a las adolescencias. Hay poco en la red. Es un limbo en todos los sentidos. Hay mucha charlatanería. Hay poca ayuda y muchas veces no está al alcance. Hay mucha psicología tradicional. Es hora de hablar de las adolescencias y mostrarnos honestas sin tener miedo. No queremos que nos compadezcan y que menos, nos juzguen. Así son las cosas. Así son los pasos.

Cuando comenzaba a dominar la infancia, llegó la adolescencia como un tsunami.

La teta, la lactancia, el tacto, el abrazo, los arrullos, los juegos fueron grandes momentos que sin ninguna duda me brindaron calma. 0-1-2-3-4-5-6-7-8-9-10… Llegaron los 10, llegó la pandemia dejando estragos en nuestra salud mental. Llegó la menstruación, llegó el crecimiento acelerado del cuerpo, llegó el comienzo de una pubertad bastante inesperada. Cuando caí en cuenta el pie de mi hija más chiquita medía VEINTISIETE centímetros (el mío mide veintidós punto cinco). Tan sólo tenía diez años y un huracán se me venía encima. Se le venía encima.

Pero ¿Por dónde empezar? ¿Decir toda la verdad? ¿Callar? ¿Dejar algunas emociones guardadas? ¿Hacerme la loca? No. Ahí estaba, con mis dos lactancias protegiéndome, con mis dos lunas a mi cargo, y con la marea que subía sin siquiera darme cuenta. Con la enorme confianza de que esas infancias tan queridas, tan protegidas, tan luchadas y sobre todo disfrutadas, se habían convertido en un escudo que todo revolucionaba.

Pasaron 2 años de soledad en casa, en la que no salíamos, veíamos a niñas y niños en las pantallitas del video, al profesor intentando animar y preguntar sobre cómo se sentían esos días en los que las muertes llegaban a puños… Pasaron los días, los meses y ya estábamos cansadas físicamente pero también emocionalmente. Y como dicen los manuales y los libros: ya se venía esa etapa. Yo pensé que transitaríamos suavemente por ese pasado de caricias y apegos tan sólidos.

Pensaba en mi misma, en que para mi fue muy dura y terrible esa etapa y que seguramente sería muy poco probable que sucediera esto en mi propia casa. A veces creamos expectativas y muchas veces la mochila de las culpas se llena en un abrir y cerrar de ojos que no teníamos en el horizonte. Se acababa el horizonte.

Pero un día sucedió, eso que nadie espera, que nadie tenía programado… eso que más rechazaba pero sobre todo eso a lo que le tenía pavor. Llegó un día de agosto, en pleno calor y humedad insaciable de Mérida, en un viaje anual que probablemente no olvidaré. ¿Cuánto amor, cuánto abrazo, cuánta protección, cuánta culpa? Sin calculadoras, sin manubrio, sin velas ni timones, llegó ese día. Nunca mi propio cuerpo había reaccionado ante la emoción pero sin esperarlo, comenzó a temblar literalmente de miedo y tristeza. Mi hija comenzaba o ya tenía rato caminando por senderos de vulnerabilidad inexplicables. ¿Cómo era posible? ¿Por qué pasó? ¿Qué hice mal? ¿Cuántos pasos di en falso? Todas eran preguntas sin respuesta. No era un camino de terracería. Cada día se acercaba más a un abismo de esos a los que corren los búfalos cuando se tiran en manada.

En el bochorno de la ciudad maya, mi hija comenzaba a transitar por un trastorno de la conducta alimentaria. Sí. Con todas sus letras. TCA: TRASTORNO DE LA CONDUCTA ALIMENTARIA.

A lo que yo siempre le temía, con lo que yo siempre había luchado porque no sucediera en mi propio cuerpo desde que me acuerdo. El pavor se apoderó de todos los rincones de mi piel. Lloré como nunca, supliqué porque sabía lo terrible que puede ser pasar por esas rocas inamovibles que se plantan frente a la cara. Me repetía “todo menos eso!” Y ahí estaba la frase tan escuchada: “lo que no puedes ver, en tu casa lo has de tener”. Y así fue.

Regresamos con los temores a cuestas y vino otra cachetada peor que las anteriores. Me recomiendan a la “mejor” psicóloga infantil de mi ciudad. Llamo un lunes a las nueve de la mañana. Resumo lo que ha pasado intentando tranquilizar mi voz entrecortada y temblorosa. Escucho del otro lado del teléfono, mirando el árbol frente a mi: “Tu hija te está vomitando. ¿Qué has hecho para que esto suceda?” Y se fue de corrido para restregarme en la cara todo lo que yo ya había visto, leído, escuchado y que en resumen es que para variar, la mamá, la MADRE, es la figura responsable del asunto. No hubo ni un solo segundo de empatía y mucho menos de objetividad.

¿Qué había hecho mal? ¿Qué de todas mis prácticas maternales no había servido? Me debatía internamente. Venían a mi los nombres del pediatra español genio Carlos González, la maestra en revolución de las madres Laura Gutman, la bellísima y tierna psicóloga Yvonne Laborda. Había leído todo, puesto en práctica todo, sabía que no era perfecta y que mi comunidad de amigos y amigas me habían salvado varias veces de los pozos del día a día en varios momentos sensibles. Me creía una madre consciente.

Y aquí, comenzó mi introducción a la adolescencia. La soledad era el estigma. No había NADIE, NADIE. Sólo retumbaba esa frase: “Tu hija te está vomitando”. Colgué el teléfono y decidí no volver a hablar con esa persona que marcó un punto de partida, al fin y al cabo.

Y busqué ayuda. Por alguna razón necesitaba iniciar este nuevo camino de la misma manera que hace 10 años inicié uno buscando maneras distintas de abordarlo con mucha consciencia y mucha humildad. Así. Así, llegó Alejandro a nuestros andares…

Clara Zapata

Soy Clara, etnóloga chilena-mexicana. Tengo dos hermosas hijas, Rebeca y María José, con Joel, mi regiomontano amado. La libertad y la justicia son mi motor. Creo plenamente en que la maternidad a través de la lactancia puede crear un mundo más pacífico y equitativo y por eso acompaño a familias que han decidido amamantar. Amo la escritura, la cultura y la educación.

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