CONFIESO

Por Clara Zapata Tarrés

Debo confesar que soy de las que se quedó encerrada desde como el 21 de marzo hasta el 7 de julio. Encerrada literalmente. Ya conté que pusimos una hamaca guardada desde hace meses, que hicimos un huerto, que colgamos cuadros y hoy confieso que después de un mes ya no leí la montañita de libros que me había propuesto, que tampoco estudié como hubiera querido, que extraño a los abuelos de mis hijas (mi mamá y mi papá), que extraño mucho a mi hermana y a mis sobrinos.

Confieso también que he despertado muy de madrugada, como a las 4 de la mañana y que he dormido muchas horas por las tardes. Unos días depresivos y otros no tanto pero las ganas de hacer grandes proyectos se fueron desvaneciendo poco a poco.

Habíamos ahorrado muchos meses y desde diciembre estábamos pagando un viaje a otro continente. Tuvo que ser pospuesto o quizás cancelado. Estamos en pausa.

Encerrada durante casi 4 meses. Joel, mi pareja, fue al super, a la farmacia, a la tiendita… Yo. Inmóvil.

El día que se me ocurrió salir también confieso que vi algunos con cubrebocas, caretas y a otros sin nada de nada. Al salir casi olvido el cubrebocas. Confieso que me pareció extrañísimo mirar así la vida, tratando de adivinar la expresión de los ojos de las personas. Todos ya acostumbrados.

Yo nada. Sentí que estaba en otro planeta. Vi hombres y mujeres con gotas cayendo tras las mejillas y la frente por tener la careta ya tan adherida al rostro.

Somos humanos y nos adaptamos a cualquier circunstancia. Hasta a la asquerosidad de empezar a normalizar la máscara.

La expresión “los ojos son el espejo del alma” me confunde. Miro demasiado, observo y me le quedo viendo de más a los ojos de la gente. Descifro sonrisas, enojos, hartazgos o aburrimientos. Me miran a mí raro por mirar tanto y tan intensamente. Siempre he mirado intensamente pero ese día que empecé a salir, exageré y las respuestas a ello han sido sorpresivas. La gente no mira. Repito la mirada. Repito el verbo. Repito la acción. Incomodo a las personas.

Y salí más lejos. Y acá en este otro lugar nadie usa cubrebocas. Los letreros de los centros nacionalistas que nombraban a Benito Juárez o a algún héroe mexicano, retoman la leyenda “Zona de Alto Contagio”. Hay geles, hay desinfectantes, hay termómetros, hay pisos de cloro y alfombras mojadas. Hay personas, miles, sin cubrebocas.

Me siento en una película futurista hecha realidad. Imagino coches volando, hombres y mujeres solitarios ansiosos por llegar a sus casas con muñecos inflables que les darán la cordial bienvenida y hasta quizás una sesión de sexo, con la voz, el tono, y la programación robótica que hasta sentimientos transmite. Hoy ya no es imaginación. Hoy puede ser o es realidad.

La soledad entera sí puede llegar. Tres meses con sueldo, encerrados/ 3 meses sin sueldo o con menos de la mitad/ TRES meses poniéndose trajes, caretas que impiden respirar. La tragedia humana. La anomia. El abandono de los bebés envueltos en una cobija. La soledad.

Se perciben los extremos. Se toca música en la playa. Se emborrachan las neuronas y se hace el amor con un desconocido.
Se abre la piscina y entran los niños, los abuelos y los parientes. Se come pizza y el valemadrismo es el extremo del ejemplo.

La espuma de las olas me abraza. Me llena. Me contiene. Me tranquiliza. La naturaleza me emociona, me hace llorar. Me atrapa. Miro esa maravillosa inmensidad que no tiene prohibiciones y representa mi horizonte de libertad. Sola. Enmedio del Pacífico. Puedo respirar.

Pierdo el miedo y escucho a lo lejos el sonido de una banda sinaloense formada por jóvenes de menos de 20 años. Imagino su encierro y valoro cada soplido que impacta en la tuba. ¿Cómo habrá sido para ellos esperar 3 meses para volver a tocar con tanta pasión en cada rincón de la playa haciendo bailar a la gente en plena ola?

Todos estamos pasando por un trance.

¿Cuánto más durará? ¿Cuánto tendrá que pasar? ¿Nos acostumbraremos? ¿Nos rebelaremos al discurso repetitivo de cada día a las 7 de la tarde? ¿Será para siempre? Para siempre.

Hoy vuelvo. Valorando mi vida y sabiendo que después de ver el horizonte marítimo y comer unos aguachiles, podría morir. Morir de amor por la vida. Veo que puedo, que podemos mirar las cosas más simples de la vida, la naturaleza misma.

Después de esto me confirmo a mí misma que puedo seguir caminando como hasta hoy: sin tantas ambiciones, con la sencillez y la humildad en mis brazos. Con las manos de mis hijas en mis manos. Con el amor y la alegría que me provocan tener una pareja que jamás imaginé. Confieso que tengo tristeza en mi alma. Pero tengo tanto agradecimiento ante este monstruo porque todos los días me ha hecho amar. La soledad me da la mano. La tomo por completo y asumo que la libertad está dentro de mí. Nadie me la va a quitar. Nadie.

Clara Zapata

Soy Clara, etnóloga chilena-mexicana. Tengo dos hermosas hijas, Rebeca y María José, con Joel, mi regiomontano amado. La libertad y la justicia son mi motor. Creo plenamente en que la maternidad a través de la lactancia puede crear un mundo más pacífico y equitativo y por eso acompaño a familias que han decidido amamantar. Amo la escritura, la cultura y la educación.

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