DE METAL Y SOLDADURA

Por Elena Hernández

Crecí rodeada de metal y soldadura, probablemente se me escapen las fechas precisas, mi memoria nunca fue muy buena y tampoco ha mejorado, pero revolotean en mi cabeza vagos recuerdos de mi infancia. Alrededor de los 5 o 6 años en los que mi padre tenía su taller de herrería, con una gran maqueta en su oficina, y un par de fotografías fascinantes de la estructura de un tanque elevado de agua que simulaba un platillo volador, erguido sobre un agro desértico en algún lugar de Coahuila, y que supongo, él construyó.

Había un olor peculiar, una mezcla de tintas, libros, papel y marcadores que me encantaba, con la puerta cerrada quedaba completamente silenciado aquel espacio, siempre limpio y ordenado.  En cambio, en el área del taller había mucho ruido y olía muy diferente, a fierro y pintura, era un espacio enorme, me gustaba ver funcionar la grúa que movía las pesadas piezas de un lugar a otro.

Recuerdo también que me asustaba ver saltar las chispas de la soldadura encendidas, y siempre pensé cuán valientes eran aquellos hombres que la usaban detrás de esa careta que se asemejaba a una imponente armadura, eran hombres sin rostro. No sé cuánto tiempo duró ese taller, luego brincan mis recuerdos a La Hibernia, donde había puercos y gallinas y al final del terreno, supongo que había un taller, no me acuerdo. Lo que nunca he olvidado es que llevábamos siempre las bicicletas, y a la hora de irnos mi papá arrancaba su camioneta hacia el portón de la salida simulando que nos dejaba, mi hermano y yo a toda velocidad cada uno montado en su bici tratando de alcanzarlo, sentíamos una mezcla de angustia y adrenalina, mi hermano lloraba aterrado, pero no dejaba de pedalear, yo en el fondo sabía que no iba a dejarnos. Lo sé, es cruel. No sé por qué lo hacía, nunca le pregunté. Nos esperaba frente al portón, nos subíamos a la camioneta y entre sollozos y suspiros regresábamos a casa.

Esas son las épocas en las que recuerdo a mi papá conviviendo muy seguido con uno de sus hermanos, mi tío Jesús. Se parecían tanto, sus rasgos, sus muecas, su sonrisa, a veces incluso, sus modos. Hoy nosotros que seguimos en la tierra, sentimos la partida de cada uno de ellos, como piezas de dominó que caen una después de la otra. Así es la vida y así es la muerte. Sin embargo, allá arriba, seguro hay una fiesta, no sé si tendrán mezcal, cerveza o vino, pero algún alipús no les debe faltar, ya están las tías Yolanda, Gela y Crucita sentadas en la cocina del cielo de la tía Cristina, preparando el festín para recibir a Jesús, su hermano, que se les une a la velada de anécdotas y chistes que orquestan amenamente los tíos José, Carlos y Cristóbal al compás de la armónica que toca en ratos mi padre, el Keskis.

Supongo que en el cielo todo se olvida y se perdona, la vida corre jubilosa y no hay penas ni rencores, si es así ¡qué disfruten de su fiesta! Mientras nosotros les lloramos y nos embriagamos un rato.

Elena Hernandez

Nací un soleado día de abril, hace casi 36 años, la mayor de una familia que parece común pero no lo es tanto, llena de personajes interesantes como seguro cada familia tiene los suyos. Arquitecta de profesión, madre de corazón y soñadora por convicción. Hoy dejo la puerta entreabierta para que te asomes un poco a mi mundo, mis vivencias, mis alegrías, mis penas, y descubras conmigo este pedacito de mí antes de que se esfume con el viento.

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