AMAMANTAR: MI GRAN REGALO

Por Miriam Valdez

Hace diez años me convertí en mamá por primera vez. Gestar, parir, nutrir y criar a un ser humano sano, era mi mayor consigna. Mis temores e inquietudes eran muchísimas, como supongo son los de cada madre primeriza. En primer plano estaba entender –y vivir- el proceso de crecimiento y formación del embrión durante el embarazo. Con esperanza, abría el email de “BabyCenter” en donde me explicaba semana a semana lo que ocurría conmigo y con el bebé. Compré el famoso libro “Qué esperar cuando estás esperando”, lo leí y llené al pie de la letra tratando de asimilar el milagro de la gestación, el parto y sobre todo, la supervivencia de un ser que iba a depender básicamente de MÍ.

De todas mis inquietudes, había dos que eran muy importantes para mí: tener un parto natural y lactar. Ninguna de mis hermanas había tenido un parto natural, las amigas que lo habían logrado, eran contadas con una mano. En aquel tiempo no había escuchado nada de parto con respeto, humanizado, doulas, parto en agua, lactancia a libre demanda, colecho, etc. Sin embargo, busqué a un ginecólogo que fuera reconocido por tener casos de partos naturales y no únicamente cesáreas en su historial. Entonces lo encontré (a quien estoy profundamente agradecida por tres embarazos y partos maravillosos) y fuimos a la primera cita, en la cual con escasas 8 semanas de embarazo, le dije que quería un parto natural. Él, muy serenamente, me preguntó si estaba aferrada a esa idea o si estaba dispuesta a “ceder” en caso de ser cesárea. No me quedaba claro de qué dependía cada caso, a lo que él se limitó a decir que si notaba que estábamos en riesgo el bebé o yo, tendríamos una cesárea, no sin antes hacer todo lo posible por la vía natural; también fue muy claro en que él era el doctor y que me pedía dejarlo trabajar el día el parto. Yo confié y esperé pacientemente 39 semanas, ya tenía dos centímetros de dilatación y el doctor nos decía que podíamos esperar aún o podíamos programar una cesárea. Mi esposo y yo, a pesar de las opiniones que nos daban y de las historias de terror que no sé por qué a veces contamos imprudentemente las mujeres a otras embarazadas: “se le pasó el tiempo al doctor y el niño nació malito, se le murió, dicen que le faltó oxígeno, ingirió meconio, etc.”, decidimos esperar, y a los cinco días tenía cuatro centímetros de dilatación. Nuevamente el doctor me dijo que si queríamos esperar a que la naturaleza hiciera lo suyo o si queríamos inducir el parto a través de la hormona oxitocina, con bastante probabilidad de éxito. El miedo nos invadió, claro, era nuestro primer bebé, yo no sabía a lo que iba, así que decidimos inducir el parto y tras 6 horas, nació nuestro bebé por vía “natural”. La primera meta estaba lograda. Ahora faltaba emanar leche de mis adoloridos y enormes senos. “En unas horas vas a tener los entuertos y el golpe de leche”, me dijo el doctor. ¡¿Qué dijo?! ¡Eso no venía en los libros! Claramente supe cuando llegaron, Dios mío, eso sí dolía, creí ilusamente que ya había pasado lo peor (afortunadamente todo aquello se olvida, también me lo aseguró el doctor, y así fue).

Con toda la inexperiencia del mundo, ahí estaba en un cuarto de hospital tendida en una cama con un bebé que parecía de otra especie en mis manos inexpertas, con un cuerpo tremendamente adolorido y unos senos ardiendo. Abrió su pequeña boca y le ofrecí mi pezón, succionó inmediatamente, él sí sabía lo que hacía. Yo había masajeado mis pezones como me indicaron, yo tenía toda la teoría, yo no sabía que necesitaba rodearme de mujeres expertas en el tema, pensé que sería totalmente natural y fácil. Para colmo, ese año fue el primer brote de influenza AH1N1 en el país (2009) y había cuarentena en el hospital, no podía recibir visitas.

La lactancia como en los folletos, los boletines y mi libro, no llegaba, simplemente no podía. Me fui a mi casa, pasaron los días y la pediatra sugirió fórmula para complementar, yo no quería, pero el miedo a que mi bebé no estuviera recibiendo suficiente alimento me invadió y accedimos. Con temor miraba el reloj- ah, porque había que hacerle un horario de comida al niño- los calambres en mis senos indicaban que ya era hora nuevamente… Adicional a todo, yo tenía fiebre, estaba completamente débil, no podía ni mantenerme en pie, tercamente decía que eran los famosos entuertos, hasta que mi madre me arrastró al hospital en donde me descubrieron una infección. Me medicaron y pude entonces estar un poco más consciente y con algo de fuerza para seguir.

La idea de lactar continuaba. Hasta ese momento, mis pezones sangraban, se formaba una costra que mi hijo arrancaba en cada toma; se me hacían bolas en los senos. Pude recibir visitas: una amiga me compró unas pezoneras transparentes, otra me llevó una pomada morada, otra me llevó unas almohadillas de gel que calentabas en el microondas para aminorar el dolor, una me sugirió baños con agua caliente y me enseñó a masajearlos durante la ducha. Mi mamá permaneció al pie del cañón y me cuidaba tiernamente aplicando compresas calientes, sin dejar de insistir que cediera a mi necedad “hija, si toma fórmula no pasa nada”. NO y mil veces NO. En medio de una crisis de llanto, en una de esas me dijo “yo no di leche, ni tus hermanas tampoco, no pasa nada, no somos vacas lecheras” y mi papá salió al quite: “ustedes no, pero mi mamá y mis hermanas sí, déjenla, ella podrá”.

Así que agarré valor y no desistí. Me repetía insistentemente “cree, cree, cree, tú naciste para esto, es para lo que tu cuerpo está diseñado, el dolor será pasajero, el bebé sabe lo que hace, el bebé necesita tu calor, tu alimento…el bebé te necesita, miles de mujeres lactan”. En medio del dolor, viendo pasar las costras a través de la mentada pezonera transparente, pataleando literalmente ahí sentada en la mecedora cada vez que lo intentaba, nuestras miradas se encontraron fijamente en un lapso que duró un sorbo: succionó y sus comisuras se llenaron de un líquido blancuzco, escuché claramente a su garganta deglutir y lo oí entonces suspirar y tragar… ¡Lo logramos!

Mi primer hijo recibió leche exclusivamente cuatro meses. Regresé a trabajar y le dejaba biberones con mi leche, él los rechazaba rotundamente, era capaz de estar sin comer hasta que yo volviera. Otra vez me desesperé, y comenzamos a mezclar con fórmula y a los seis meses suspendí la lactancia definitivamente.

Mi segundo bebé fue aún más sencillo, tanto el parto (con contracciones irregulares e indoloras a las 38 semanas), como la lactancia. Nada de aquél viacrucis se volvió a repetir. Confiaba más en mí, en mis doctores y en la naturaleza. Llegué con nueve centímetros de dilatación al hospital y salí con un bebe lactando. Fuimos felices amamantando seis meses y después mezclamos fórmula. No sé por qué no seguí con leche materna exclusivamente…porque así creí que estaba bien, supongo.

Mi tercer bebé fue pan comido, un parto literalmente de dos pujadas, y un año dos meses de lactancia exclusiva, sin fórmula. ¡Pura gozadera! Qué horario ni qué nada, libre demanda, de día de noche, donde fuera. Ya no me cubría…pobres mis otros hijos debajo de una manta sudando, ¡qué falta de valentía la mía y la de muchas madres, qué falta de orgullo por nuestra especie!, pero los prejuicios sociales existen e impactan: tápate, no andes enseñando, eso es privado, etc. ¿Cuándo dejé la lactancia? Cuando lo consideré oportuno. Punto.

Afortunadamente la libre lactancia tomó auge, las guerreras incansables de la liga de la leche siguen haciendo grande ésta labor y sobretodo, nos llenan de confianza y seguridad a éstas madres primerizas e ignorantes. Es importante resaltar que debemos respetar las decisiones de cada mujer, ser madre o no primeramente, parir vía vaginal o por cesárea, amamantar o dar fórmula…todo es igual de trascendental, valiente y valioso, pero como siempre digo, haz lo que a ti te haga sentir bien y te funcione, aférrate a ello y defiéndelo, aunque los demás digamos misa. Yo tuve tres partos naturales completamente diferentes. Yo di mi cuerpo como regalo a un ser indefenso. Yo recibí el milagro de crear vida y nutrir. Yo promuevo la lactancia materna. Yo SÍ soy vaca lechera.

Miriam Valdez

Soy mujer, madre de tres, esposa de uno. Licenciada en diseño gráfico, máster en administración, comunicóloga de clóset. Amante de la lectura, de la cocina y de la naturaleza. Escribo desde muy pequeña como una forma de reflexión y expresión sin grandes pretensiones. He llevado mi vida por muy diversos caminos y fases. Inicié una vida profesional en el sector privado alcanzando puestos importantes y decidí dejarlo para vivir mi maternidad más de cerca. A partir de ese momento he emprendido negocios, me involucro en proyectos que me representen reto, ingreso y diversión. Mi búsqueda constante: el balance. Mi mayor satisfacción: ser madre.

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